A los cinco años, quizás a los seis, vi una película que me persiguió durante años.
No sé exactamente cómo fue el momento de antes de verla, pero imagino tan vívidamente la escena que a efectos prácticos puedo contarla como un recuerdo: sería el inicio de una tarde de fin de semana cualquiera, un mediodía por allá el 2009. Como siempre habría comido con las noticias de fondo con mi familia, los reportajes sobre la guerra de Irak y los atentados de ETA sonando de fondo como si fueran una canción cualquiera. Luego de recoger la mesa —mis padres tomándose el café y mi hermano y yo tumbados en el sofá, peleándonos por el mando—, cambiaríamos de canal en un zapping sin rumbo hasta encontrar alguna peli. Mi madre bajaría la persiana como solo hacía en los mediodías de mi infancia, cuando quería aprovechar para que durmiéramos un rato y no armáramos demasiado jaleo. A menudo funcionaba bastante bien, el canal escogido acabaría siendo Antena 3 y yo me dormiría a los veinte minutos de cualquier trama cutre.
Esa vez, fuera la tarde que fuera, sé que le salió el tiro por la culata; recuerdo estar clavado a la pantalla agarrado a mi manta con el corazón en el pecho, absorbiendo la animación de una película de miedo. Relataba la historia de tres niños que entraban en la casa de su vecino, un hombre cascarrabias que creían que confiscaba y rompía los juguetes de cualquier crío que pasara por delante de la propiedad. Pronto descubrían que la culpable de la historia resultaba ser sin embargo la casa: se tragaba el metal, las ruedas y las cadenas de los triciclos y los escupía hechos un ovillo de chatarra — la casa respiraba y estaba viva, era un monstruo. Se trataba de Monster House, dirigida por Gil Kenan.
Años más tarde, después de esa tarde cualquiera, olvidé su título, la trama, el tipo de animación y el canal por el que la habían dado. Solo recordaba el miedo, el color verde constante en la pantalla, el comedor de esa casa incompleto y desdibujado, cachos de su estructura que no podía del todo juntar. Recordaba un niño moreno con pecas, protagonistas con caras largas, una escena con pistolas de agua… La película, sin embargo, pasó a serme completamente extranjera — como un puzle con apenas un par de piezas, la imagen era tan pobre que no podía describírsela a nadie. Yo le contaba a mis compañeros de clase los pedazos que juntaba en mi cabeza, pero nadie parecía reconocerla.
A medida que pasaron los años fui perdiendo más detalles hasta eliminarla prácticamente entera. Me visitaban algunos cuando menos me lo esperaba y mi frustración solo podía compararla con la que experimentaba al reconocer tres o cuatro notas de una canción aleatoria de mi infancia: ni título, ni cantantes, ni instrumentos, ni idiomas, solo una melodía que Google no parecía poder descifrar. Era una frustración persistente, de las que te rondan la mente de noche, las que te obligan a acudir a internet una y otra vez. Todas las consultas acaban siendo inútiles, pero vuelves a comprobar si en esa última búsqueda, por alguna razón, acaba entendiendo «Canción que dice oh-oh, oh-oh, nanana» (lo que más tarde acabaría descubriendo que era el estribillo de Looking for paradise) o «Película niño pecas casa verde» (lo que por fin acabé identificando como Monster House).
Lo frustrante de todo aquello no tenía nada que ver con la película. No era el deseo de verla otra vez, las ganas de revisitarla. Tampoco creo que fuera orgullo o las ganas de quitármela de la punta de la lengua. Era algo más crudo y que no sabía poner en palabras: era el miedo de olvidarme de mi infancia, el temor a perseguirla y, al final, solo olvidar cada vez más y más detalles sin poder hacer nada al respecto. Me deprimía sin saberlo, pero sentía que se escapaba mi vida a través de la memoria. Había un vacío extraño en esas búsquedas de Google, era para mí un torpe atentado a preguntarle qué es lo que sentía en aquella época, quién era yo y quiénes eran los que me rodeaban, por qué viví días enteros de los que no queda registro alguno; y tener solo como respuesta una página de resultados que no me hablaba a mí, que no me podía dar ninguna certeza.
Luego de todo eso, con los ojos sensibles por la luz blanca de la pantalla, acababa preguntándome si de verdad había ocurrido o si me lo había inventado, si aquellas imágenes pertenecían a una película de verdad o si las había formado artificialmente, si lo que creía que eran recuerdos resultaban ser imaginaciones elaboradas, alteradas con el tiempo. Sin embargo yo aquella tarde con seis años no lo experimenté de ninguna manera, por supuesto no podía hacerlo. Vi la película, me morí de miedo y continué con mi día sin saber lo mucho que la perseguiría durante más de una década.
En aquella misma época mi abuela todavía no se había reformado el piso, quizás ese mismo día fui ahí a verla. Era, en todo lo que un buen estereotipo respecta, una casa de abuela mediterránea – azulejos beige, sets de muebles a juego, muñecas antiguas, hilos en cajas de galletas. Por allá el 2017 o 2018 acabaría cambiándola entera, tirando paredes y dejándola mucho más moderna, con muebles blancos y espacios abiertos, una cocina americana y parqué del bueno; pero yo a los seis años todavía conocía esa casa pre-reforma como conocía aquella película de terror a la hora de la siesta, sabía lo que había en cada esquina como no lo sé ya ahora.
Más tarde, cuando la casa cambiara y yo creciera, sería ya suficiente mayor para tener una mente más amueblada, un cerebro en el que pudiera recopilar más recuerdos — a parte de ellos habría yo también crecido lo suficiente para tener un móvil con el que fotografiarlo todo, inmortalizar cada esquina para poder volver cuando quisiera a ella. Pienso ahora en la casa actual de mi abuela y casi la tengo delante, juntando las imágenes que tengo de estar ahí esta misma semana. Reconozco las habitaciones, el comedor, el baño, la cocina… Sin embargo, si intento rebobinar y trato de dibujarla antes de la reforma empiezo a hacerme un lío — sin fotos de la época ni un cerebro adulto, cuando trato de revivirla resurge a veces ese vacío en el pecho y esa página de resultados de internet que no habla mi idioma.
Hay días, me sorprendo, en los que he olvidado de qué color eran los muebles de la cocina, en qué parte estaba aquella pared que tiraron, cómo eran los cuadros o si los había. Y es extraño porque yo sigo yendo a casa de mi abuela, sigo pisando los mismos cimientos que cuando tenía seis años, pero esa casa es otra casa, una nueva. La antigua era algo distinto, era a la que iba cada tarde después de clase para comerme un bocadillo, era el sofá en el que me tumbé veranos enteros viendo dibujos, la mesa en la que pintaba o hacía deberes. La casa antigua era una época de mi vida que ya no está, que ya no es mía, es una lista de detalles que no puedo buscar en Google y me da miedo perder.
Pienso que esa casa es algo parecido a la misma que protagonizaba aquella película; es algo que me aterra de una forma infantil, es un monstruo que se ha tragado mi triciclo y lo ha escupido hecho un ovillo, es una pieza sola de puzle a la que no hay nada a lo que conectar. La única diferencia es que ahora que recuerdo el título de la película puedo volver a verla — reconstruir la imagen, juntar las piezas que archivaba en mi cabeza. Pero la casa de mi abuela no; la casa de mi abuela es algo que solo existe en porciones desordenadas, incoherencias que persigo y se me están escapando.
Me pregunto de forma irracional si en eso se basa el ser adulto — dejar y dejar atrás y conservar solo un manojo de recuerdos, tirar lo más antiguo para dejar sitio a algo más. Quizás por eso nos obsesionamos con acumular miles de pruebas en la galería de fotos, guardar cientos de por si acasos como forma de aferrarnos a nuestra vida.
Cuando me he puesto a escribir esto he encontrado varias opciones para ver Monster House, he preparado la plataforma de streaming y me he quedado mirando el botón del play. No me veo capaz de verla. Ahora mismo los recuerdos de la casa de mi abuela y los de la casa de la peli están guardados en un mismo lugar, perdidos por mi subconsciente. Me siento un poco más dueño de mi memoria si escojo no verla, me digo que decido no volver a los recuerdos, no que los recuerdos ya no van a venir a mí. Me digo que yo todavía sé todos los detalles, solo los guardo para una buena tarde a la hora de la siesta.
Que important és deixar anar però que difícil és. Jo sempre he tingut por a oblidar, però ja no visualment, que a dia d'avui mira, ja no és tan complicat, però si que em fa por, respecte, digali com vulguis, el fet d'oblidar-me de la veu, de l'olor, del que sentia quan m'abraçaven. I per això entenc cada paraula que escrius i gràcies. Perquè, tot i que segueixi guardant en un calaix embolicat amb seda, els tapets i els llençols de la meva àvia i els mapes de carreteres del meu avi, sé que, per molt que vulgui consevar l'olor, l'únic que podré conservar és el record material que per mi era veure sempre els tapets i els llençols de la meva àvia i els mapes de carretera del meu avi. I tot i que m'agradaria sentir la seva veu una i una altra vegada, intento mantenir, encara que sigui vagament com era cada detall de la seva veu, què em deien aquelles trucades el dijous quan em preguntaven com havia anat la setmana. I mira, això m'ajuda a seguir, encara que faci molts anys que ja no hi són. Gràcies Nil Arnau, sempre aconsegueixes que em caigui la llagrimeta però agraeixo que sigui així :)
quina manera més maca de posar en paraules el que vol dir créixer i fer-se gran <33